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1 Abril, 2008

F. Morandé: ¿HORA DE REDEFINIR LA POLÍTICA FISCAL?

(El Mercurio; 01/04/08) Después de ocho años de funcionamiento, es hora de ajustar la regla de superávit estructural para hacer frente al principal problema macro que tiene el país: su incapacidad para crecer a tasas más altas

(El Mercurio; 01/04/08) Después de ocho años de funcionamiento, es hora de ajustar la regla de superávit estructural para hacer frente al principal problema macro que tiene el país: su incapacidad para crecer a tasas más altas.
La fórmula de llevar un balance estructural o de largo plazo de las cuentas fiscales -particularmente de los ingresos del gobierno central- obedeció en su origen a la intención de las autoridades de la época de contar con un instrumento de política macroeconómica que permitiera estabilizar el crecimiento del gasto público frente al ciclo económico y los vaivenes del precio del cobre. Cuando se estableció, en 2000, la situación era tal que la economía estaba estancada -y por tanto, la producción del país estaba debajo de su potencial- y el precio del cobre se ubicada en un nivel muy inferior a lo que podía considerarse su valor de largo plazo. Ambos elementos, pero sobre todo este último, implicaron que en los primeros año de vigencia coexistieran un déficit fiscal de entre 1 y 2% del PIB, medido de la manera convencional, con un superávit de 1% del PIB, medido con la contabilidad estructural o de largo plazo. Tal cifra de superávit estructural fue la meta que se autoimpuso el propio gobierno de Lagos. De cualquier modo, desde 2000 hasta 2003 fueron años de "vacas flacas" en que el gobierno central se endeudó con la promesa de que esa deuda se pagaría cuando vinieran los años de "vacas gordas", cosa que comenzó a ocurrir a partir de 2004 con el espectacular incremento en el precio del cobre que se mantiene hasta hoy. La administración Lagos, primero, y la de la Presidenta Bachelet, después, han honrado el compromiso original y eso es muy loable. Es más, no sólo fueron pagadas las deudas contraídas entre 2000 y 2003, sino que adicionalmente el Estado se ha convertido en los últimos años en un acreedor neto del sector privado y ha sido capaz de acumular más de US$ 20 mil millones a la fecha, la mayor parte de los cuales están invertidos en moneda extranjera. Esta cifra debiera crecer al menos un 50% entre este año y el próximo.


Después de ocho años en funciones, hay algunas cosas que hemos aprendido de esta política fiscal. Una, evidente, es que el instrumento ha sido mucho más un amortiguador de los grandes cambios en el precio del cobre que del ciclo económico mismo, aunque hay naturalmente una correlación entre ambos fenómenos. Al revés, no es cierto que la tasa de aumento del gasto público haya sido tan anticíclica después de todo: dicha tasa pasó de cifras en torno a 5% en los años previos al boom del cobre, cuando la economía crecía entre 2 y 3%, a números arriba de 9% en años recientes, en circunstancia que la actividad económica crece entre 4 y 6%. La segunda cosa aprendida es que el instrumento fiscal puede estar descalibrado -visto ex post- por cuanto los fondos acumulados sirven para cubrir varios años de precio del cobre por debajo de su tendencia y más de una recesión. También hemos aprendido que tanto ahorro fiscal -e incluso la inversión del mismo en el exterior- no es una panacea si se trata de evitar una apreciación importante del peso, al menos frente al dólar. Aunque no sabemos qué habría pasado si se hubieran gastado esos fondos, sí sabemos que el peso se ha apreciado entre 2003 y hoy en magnitudes similares o mayores a las de países exportadores de materias primas que han ahorrado menos (como Colombia y Perú, otro exportador de cobre). Finalmente, si alguna vez se pensó que la estabilidad en la expansión del gasto público -cuestionable, como hemos dicho- podía ser un elemento que propiciara un mayor crecimiento económico (sobre la base de que se reduce la volatilidad del gasto y se hace más neutro frente al ciclo), los datos duros no parecen apoyar esa hipótesis, a falta de un análisis econométrico más sofisticado: el crecimiento anual del 2001 hasta el 2008 (proyectado) ha sido de un 4,3% promedio, inferior al 5,5% promedio de los ocho años previos, incluida la crisis asiática.


Con todo, no quiero decir que haya que abandonar la regla fiscal. Al revés, es el momento de ver cómo puede ajustarse para incorporar lo aprendido. El principal problema macro del país no es hoy la amplitud de su ciclo económico (algo que sí puede atribuirse parcialmente a la regla fiscal, pero también a la política monetaria), sino que es su incapacidad para crecer tan rápido como lo hicimos entre 1986 y 1997. Ello es el resultado de problemas de "oferta" -inadecuado capital humano, estrechez energética, inflexibilidad en ciertos mercados, escasa inversión en R&D, etc.- que afectan la productividad y la competitividad de la producción nacional. Entonces, ¿cómo podemos sacar partido de las actuales holguras de las finanzas públicas para enfrentar el principal problema sin afectar (o incluso mejorar) las bondades estabilizadoras de la regla fiscal? La respuesta no es sencilla, pero veamos algunas pistas. Una podría ser poner un límite a la acumulación de ahorros públicos hasta una cifra que permita hacer frente a una recesión internacional de severidad mediana y duración promedio. El excedente podría ser usado para iniciativas que probadamente aumenten el crecimiento potencial del país y con menor impacto relativo sobre la demanda agregada. Ejemplos: a) "aggiornamiento" del sector público con una salida digna a los afectados que serían compensados con sumas a depositar en sus cuentas de ahorro previsional; b) millonaria campaña de promoción de la imagen de los productos chilenos en los mercados internacionales en los siguientes cinco años; c) masivo programa de becas en el exterior (ojalá en países de habla inglesa) para educadores, ingenieros y científicos, en un horizonte de diez años; d) reducción por períodos de cinco a diez años de algunos gravámenes distorsionadores; etc. ¿Otra pista? Limitar la expansión del gasto corriente enfocado a actividades "no transables" a una cifra no superior al crecimiento proyectado de la economía.


En fin, nada simple pero sí un desafío mayor para que Chile no siga siendo, en palabras de Aníbal Pinto, un caso de desarrollo frustrado.